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La Vocación Teológica

Movido por un amor sin medida, Dios ha querido acercarse al hombre que busca su propia identidad y caminar con él (cf. Lc 24, 15). Lo ha liberado de las insidias del “padre de la mentira” (cf. Jn 8, 44) y lo ha introducido en su intimidad para que encuentre allí, sobreabundantemente, su verdad plena y su verdadera libertad. Este designio de amor concebido por el “Padre de la luz” (St 1, 17; cf. 1 P 2, 9; 1 Jn 1, 5), realizado por el Hijo vencedor de la muerte (cf. Jn 8, 36), se actualiza incesantemente por el Espíritu que conduce “hacia la ven dad plena” (Jn 16, 13).

La verdad posee en sí misma una fuerza unificante: libera a los hombres del aislamiento y de las oposiciones en las que se encuentran encerrados por la ignorancia de la verdad y, mientras abre el camino hacia Dios, une los unos con los otros. Cristo destruyó el muro de separación que los había hecho ajenos a la promesa de Dios y a la comunión de la Alianza (cf. Ef 2, 12-14). Envía al corazón de los creyentes su Espíritu, por medio del cual todos nosotros somos en El “uno solo” (cf. Rm 5, 5; Ga 3, 28). Así llegamos a ser, gracias al nuevo nacimiento y a la unción del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 1 Jn 2, 20. 27), el nuevo y único Pueblo de Dios que, con las diversas vocaciones y carismas, tiene la misión de conservar y transmitir el don de la verdad. En efecto, la iglesia entera como “sal de la tierra” y “luz del mundo” (cf. Mt 5, 13 s.), debe dar testimonio de la verdad de Cristo que hace libres. El pueblo de Dios responde a esta llamada “sobre todo por medio de una vida de fe y de caridad y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza”. En relación más específica con la “vida de fe” el Concilio Vaticano II precisa que “la totalidad de los fieles, que han recibido la unción del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta peculiar prerrogativa suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando, `desde los obispos hasta los últimos laicos” presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres”2.

Para ejercer su función profética en el mundo, el pueblo de Dios debe constantemente despertar o “reavivar” su vida de fe (cf. 2 Tm 1, 6), en especial por medio de una reflexión cada vez más profunda, guiada por el Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma y a través de un empeño en demostrar su racionalidad a aquellos que le piden cuenta de ella (cf. 1 P 3 , 1 5) . Para esta misión el Espíritu de la verdad concede, a fieles de todos los órdenes, gracias especiales otorgadas “para común utilidad” (1 Co 12, 7-11). Entre las vocaciones suscitadas de ese modo por el Espíritu en la iglesia se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la tradición viva de la iglesia.

Por su propia naturaleza la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo invita a nuestra razón –don de Dios otorgado para captar la verdad– a entrar en su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad ayuda al pueblo de Dios, según el mandamiento del Apóstol (cf. 1 P 3, 15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden.

El trabajo del teólogo responde de ese modo al dinamismo presente en la fe misma: por su propia naturaleza la Verdad quiere comunicarse, porque el hombre ha sido creado para percibir la verdad y desea en lo más profundo de sí mismo conocerla para encontrarse en ella y descubrir allí su salvación (cf. 1 Tm 2, 4). Por esta razón el Señor ha enviado a sus apóstoles para que conviertan en “discípulos” todos los pueblos y les prediquen (cf. Mt 28, 19 s.). La teología que indaga la “razón de la fe” y la ofrece como respuesta a quienes la buscan, constituye parte integral de la obediencia a este mandato, porque los hombres no pueden llegar a ser discípulos si no se les presenta la verdad contenida en la palabra de la fe (cf. Rm 10, 14 s.).
La teología contribuye, pues, a que la fe sea comunicable y a que la inteligencia de los que no conocen todavía a Cristo la pueda buscar y encontrar. La teología, que obedece así al impulso de la verdad que tiende a comunicarse, al mismo tiempo nace también del amor y de su dinamismo: en el acto de fe, el hombre conoce la bondad de Dios y comienza a amarlo, y el amor desea conocer siempre mejor a aquel que ama. De este doble origen de la teología, enraizado en la vida interna del pueblo de Dios y en su vocación misionera, deriva el modo con el cual ha de ser elaborada para satisfacer las exigencias de su misma naturaleza.

 

Congregación para la Doctrina de la Fe

Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, n. 5-6.