Fray Rubén González OP

Al cumplir 25 años como Director del Instituto de Investigaciones Históricas en el año 2001

Lic. Teresa Piossek Prebisch

Para mí es un verdadero honor referirme al Dr. Fr. Rubén González en este día en que se le rinde homenaje al cumplir un cuarto de siglo como director del Instituto de Investigaciones Históricas “Profesor Manuel García Soriano”, ceremonia en la que también se presenta su último libro titulado “Los Dominicos en Argentina. Biografías, II”. Es un honor y también una satisfacción ya que a raíz de nuestros habituales encuentros de los sábados, en las reuniones de la Junta de Estudios Históricos, ha surgido entre nosotros una auténtica amistad.

Un día, en una de nuestras conversaciones, el P. Rubén –como yo le llamo- me contó algo digno de relatarse: que cuando nació, tenía un aspecto tan  frágil, que se apuraron a bautizarlo por  temor de que no sobreviviera. Los hechos demostraron lo errado de este  temor: el recién nacido guardaba un insospechado  caudal de energía y, además, llegaba al mundo bendecido por tres dones que definirían su destino: larga vida, clara inteligencia y el  temprano conocimiento de su vocación, todo lo cual fue luego acompañado de circunstancias propicias que en cierto modo lo predestinaban  para cumplir la trayectoria brillante que ahora celebramos.

Hoy, el P. González cuenta 85 años cumplidos el 15 de junio pasado, y aquí quiero decir que hay dos modos de cumplir años. Uno es acumular tiempo realizando lo mínimo que el vivir requiere. Otro es vivir en plenitud, aprovechando cada minuto y los dones que Dios nos ha dado, concretando labores constructivas. Este último modo es el que corresponde del P. González dueño de una existencia envidiablemente fecunda. Nació en Salsacate, Córdoba, el 15 de junio de 1916 y siempre mostró inclinación a lo intelectual, tanto que cuando ingresó a la escuela primaria, ya sabía leer, escribir y contar. Fue alumno aplicado y muy  pronto sintió el llamado de la vida religiosa a lo cual contribuyeron dos factores. Uno, el ambiente familiar en el que había una fuerte devoción por Santo Domingo y, otro, el carácter de la Orden de los Predicadores a la que el santo le imprimiera su orientación hacia al estudio, lo que cuadraba perfectamente con las tendencias naturales del niño.

Aún no había cumplido los trece años, cuando el 4 de marzo de 1929 ingresó en la Orden. A los diecisiete profesó y comenzó estudios de Filosofía, y pronto una vuelta favorable de la suerte hizo que mientras sus compañeros fuesen enviados a Cuzco, a continuar sus estudios, él lo fuera a Roma.

¡Veinte años contaba y de pronto se encontraba ante la experiencia privilegiada de estar en la deslumbrante Ciudad Eterna!

Pasó allí años intensos, de aprendizaje en las aulas, en los archivos, en los museos, en el ambiente de la gran ciudad. También fueron años de realizaciones trascendentales para su vida pues mientras cursaba la carrera de Teología,  el 17 de diciembre de 1938, a los veintidós años, alcanzó el momento deseado desde la niñez de ser ordenado sacerdote, y la ceremonia se celebró en un lugar excepcional dentro de la total excepcionalidad de Roma: en su catedral y primera iglesia de la cristiandad, la Basílica  de San Juan de Letrán. De pronto estalló la Segunda Guerra Mundial, otra experiencia única, aun-que no exactamente feliz, que le tocó vivir al P. González. Mientras ella se desarrollaba haciendo sentir todo su rigor, -el del hambre entre tantos otros- él, sin perder el rumbo, preparaba su tesis doctoral y en 1942, a días de cumplir los veintiséis años,  obtuvo el título de doctor en Teología.

Su tesis, un trabajo de 236 páginas, merece un párrafo especial. Estuvo de-dicada a uno de los pensadores políticos más grandes que han producido Occidente, la Orden dominica y la España que se abría hacia el Siglo de Oro: Fray Fran-cisco de Vitoria, el fundador del Derecho Internacional moderno. La tesis del P.  González se titulaba Francisco de Vitoria. Estudio bibliográfico, y en ella hacía una meticulosa compilación y análisis de los escritos del pensador con una relación muy precisa de las ediciones y de los estudios referidos a él y a su escuela. Al res-pecto el P. González me cuenta una linda anécdota de los tiempos en que con tesón y pasión de detective rastreaba la bibliografía concerniente al gran pensador: Se sabía de él, que siendo estudiante en París, había publicado obras de otros autores y se daba por sentado que eran sólo tres, pero he aquí que un día, el P. González, en un catálogo de la Biblioteca Nacional de París, detectó una cuarta obra totalmente ignorada hasta entonces, el Diccionario moral del benedictino Pedro Bersuire que vivió entre los siglos XIII y XIV (1290 y 1362), publicado en tres tomos por Vitoria en 1521 y 1522. El P. González ardía por tener la obra en sus manos, pero le resultaba imposible porque París estaba bajo la ocupación alemana, pero no se dio por vencido, sino que continuó rastreando en otras bibliotecas y finalmente, en la Nacional de Madrid, descubrió otro ejemplar de la obra del benedictino.

Había triunfado, había localizado y pudo conocer la obra que incluyó como primicia en su tesis, con lo cual por primera vez apareció integrada a la bibliografía vitoriana.

El P. González defendió su tesis en el Pontificio Ateneo “Angelicum” y obtuvo la máxima clasificación de “suma cum laude”, sin embargo ella es mucho más que una investigación brillante. Marca un hito en el estudio del P. Vitoria y no obstante haber transcurrido cincuenta y cinco años desde que fuera publicada, aún no ha sido superado por ninguna otra investigación sobre el tema. Tuvo y continúa teniendo gran repercusión internacional y, sobre todo, en España; es fuente de cita y consulta obligada tanto de teólogos como de internacionalistas, lo cual ha transformado a nuestro compatriota el P. González en uno de los principales vitoriólogos que ha producido el siglo XX. Fue publicada por la Institución Cultural Española de Buenos Aires, en 1946, en una edición de sólo 1.000 ejemplares, por lo que está demás decir cuán oportuna sería una reedición. Después de seis años de ausencia el P. González regresó a su patria.

Probablemente sintió la tentación de quedarse en el ámbito europeo tan propicio para los estudios, pero optó por regresar al  suelo natal del que había salido como un muchacho estudiante para regresar doctor y sacerdote.

El gesto de volver no sorprende porque cuando se lee su obra, se percibe claramente que su vida ha estado siempre guiada por dos grandes afectos: a la vida religiosa a través de su Orden y a su patria argentina. Cuando llegó, lo aguardaba una vida de intensa actividad que sintetizo diciendo que, al margen de los muchos cargos y funciones que ha desempeñado, es Miembro de Honor, Emérito, Honorario, de Número y Correspondiente de veintiún instituciones académicas argentinas que de esa forma han galardonado su labor de investigador. Si bien el comienzo de esta labor está en la tesis sobre Vitoria, pronto ella se amplía derivando hacia la historia de la Orden dominica en la Argentina, estrechamente entrelazada a hechos trascendentes de la Historia nacional.

Empezó con el estudio titulado La Basílica de Santo Domingo de Buenos Aires, del año 1951, y desde entonces hace medio siglo, exactamente, que no se de-tiene. El resultado es un conjunto de trabajos éditos e inéditos –libros, folletos, artículos, notas bibliográficas, prólogos, conferencias, clases- que resulta una producción realmente asombrosa. De ella yo quiero destacar tres puntos:

El primero, la calidad del trabajo del P. González. Es un investigador nato, tenaz para buscar pistas y datos, meticuloso para analizarlos y luego verterlos al papel con rigor intelectual ejemplar, al extremo de que cada escrito suyo es una es-cuela de investigación.

El segundo punto que quiero señalar es el estilo de su prosa en la que cada pensamiento está expresado con absoluta claridad y fluidez, y en forma gramaticalmente perfecta. Carece totalmente de adornos; es sobria por antonomasia; en ella no hay una sola palabra de más y, si nos encontramos con algún adjetivo, es porque era preciso que estuviese allí, no por afán de floreos, ni por poner innecesario follaje verbal. Y no obstante toda esta estricta sobriedad, su prosa es amena e incita a que se la lea, y sucede así porque brinda ideas, porque va haciendo trabajar la mente y la alimenta.

También, porque en todo lo que el P. González escribe subyace una cuota de emoción que, aunque pudorosamente disimulada,  siempre se trasunta, a veces con honda intensidad, como ocurre con la conferencia titulada San Martín y Belgrano, una amistad histórica que debería ser lectura obligada de jóvenes estudiantes. A la primera vista –escribe- se descubre un escaso paralelismo entre sus vidas…[pero] no obstante estas reales disimilitudes, sus personas, sus vidas, su acción, las circunstancias que los rodearon y, sobre todo, su gran amor a la Patria, establecen de por sí un notable paralelismo que va a culminar en su condición común de padres de la nacionalidad. (p.2) El tercer punto al que deseo referirme y que merecería mucho más tiempo que el que la prudencia aconseja para este momento, es la labor pionera del P. González que ha abierto caminos nuevos en muchos campos de la investigación histórica, al estudiar temas nunca antes abordados o tocados tangencialmente en los textos de Historia. Dentro de este grupo en el que están las ya mencionadas investigaciones sobre la basílica dominica de Buenos Aires y la amistad entre San Martín y Belgrano, se encuentran los siguientes: Los eclesiásticos de la expedición de don Pedro de Mendoza al Río de la Plata, del año 1952.

Nuestra Señora del Rosario de Mendoza, Patrona de Cuyo, del año 1954. Las órdenes religiosas y la Revolución de Mayo, otro trabajo que debería ser lectura de los jóvenes, del año 1960, que al reunir, en un solo escrito, sucesos que antes habíamos conocido de modo salteado y con matiz anecdótico, nos da un nuevo y admirable panorama de la intervención que tuvieron las órdenes mercedaria, franciscana, dominica, agustina y bethlemita a favor de esa gesta. Primero con motivo de la Revolución de Mayo, a cuyo favor se declaró –como dice el P. González- la inmensa mayoría del clero secular y regular (p.8). Después, en las luchas por la independencia cuando –continúa escribiendo- entregaron las campanas de sus iglesias para hacer cañones; los oros y sedas de sus ornamentos para bordar las banderas; gran parte de sus libros para las bibliotecas públicas; el personal de ser-vicio de sus conventos para soldados; sus personas para capellanes militares o para los servicios de sanidad;… los edificios de los conventos para cuarteles y sus bienes para equipar y mantener los ejércitos libertadores (p.12). Nos muestra, así, los hechos de tantos religiosos que lucharon hombro a hombro junto a civiles y militares por construir nuestra nación, con un ejemplar patriotismo, virtud que más que nunca los argentinos debemos cultivar y enaltecer.

Al hablar de esto corresponde continuar haciendo referencia a dos otros trabajos pioneros del P. González titulados El general San Martín y la Orden dominicana y El general Belgrano y la Orden de Santo Domingo. Son un estudio de la relación de afecto que unió a ambos héroes con la Orden dominicana. Venía de una tradición familiar ya que los padres de ambos pertenecieron a la Tercera Orden dominicana, hoy llamada Hermandad Seglar, y, cuando se inició la lucha por la independencia, esa relación se transformó en colaboración patriótica.

También en relación a Belgrano, al P. González le debemos el que por primera vez se hayan dado a conocer los testamentos de sus padres, como también le debemos el haber publicado la carta, hasta entonces inédita, del dominico P. Maestro Fr. Gregorio Torres que es la primera crónica escrita sobre la Revolución de Mayo.

Otro tema por primera vez abordado con la prolijidad característica del P. González es el titulado Los dominicos en los Treinta Pueblos guaraníes, después de la expulsión de los jesuitas (1768-1821). Abre al lector un panorama desconocido al enfrentarlo con el problema que se suscitó cuando, al ser expulsados los jesuitas en el año 1767, sus misiones en el área guaraní quedaron sin gobierno, una emergencia en la cual con la máxima premura las Ordenes mercedaria, franciscana y dominica debieron reemplazarlos, quedando cada una a cargo de diez pueblos. En ese momento se plantearon problemas prácticos como el hallar religiosos que conocieran la lengua guaraní, problema que los superiores dominicos solucionaron feliz-mente recurriendo a frailes paraguayos y correntinos. Otro problema fue el de adaptar la administración nueva a la organización preexistente porque, como es-cribe el P. González, cada orden religiosa tiene su estilo, su espíritu y sus características propias, inconfundibles, y por eso mismo resulta difícil para cualquiera de ellas, continuar una obra en la que está profundamente impreso el sello de otra… (p.8).

El trabajo fue presentado en el Tercer Congreso de Historia Argentina y Regional celebrado por la Academia Nacional de la Historia en 1975, en Santa Fe y Paraná, y la UNSTA lo reeditó el año pasado con una Advertencia preliminar, escrita por el mismo P. González, en la que hay un párrafo que ilustra lo que antes dije acerca de su minuciosidad y honestidad intelectual. En esa Advertencia dice que ha actualizado el trabajo. ¿Y cuáles son esas actualizaciones? Oigámoslo a él: el número de dominicos enviados a dichas misiones, de sesenta pasan a sesenta y dos, y… los que murieron en ellas… aumentan de veintiuno a, por lo menos, veintidós (p.1).

En otras palabras: si en 1975, cuando escribió su trabajo, manejó determinadas cifras, estudios posteriores le mostraron que no eran las correctas, luego, consideró que había que advertirlo en la reedición. Otro tema sólo mencionado en la Historia hasta que lo tomó el P. González es el de las primeras tentativas de evangelización de la Tierra del Fuego (1778-1779). Ocurrieron cuando, a pedido del rey, el gobernador de Buenos Aires Francisco de Paula Bucareli envió, en dos oportunidades, frailes dominicos cuyos nombres el P. González ha rescatado de los viejos documentos, para que instalaran una reducción y comenzaran la evangelización de los indios fueguinos. Conmueve la descripción de esos hombres, mayormente jóvenes, que embarcados en frágiles naves, se lanzaron a lo desconocido, y que, por más entusiasmo que pusieron, fracasaron. Ocurrió como si las furiosas tormentas del Atlántico Sur –una de las cuales los arrastró hasta las Islas Malvinas- y la desolación del desierto patagónico les hubieran querido decir que los tiempos históricos aún no estaban maduros para la complejidad de la tarea que se les en-comendaba. No obstante, lo que hicieron fue una hazaña, pues no por haber terminado en fracaso los hechos dejaron de ser heroicos.

He dejado para el final otra investigación pionera del P. González titulada Iglesia e inmigración en la Argentina. 1810-1914, publicada por el Instituto de Historia y Pensamiento Argentinos, de la Facultad de Filosofía y Letras de la U.N.T. Integra una obra mayor realizada con intervención de distintos autores, referida a la inmigración en nuestro país, y es resultado de un curso sobre el tema que se dictó en los años 1976 y 1977, coincidentemente con el centenario de la Ley de Colonización e Inmigración de Nicolás Avellaneda.

El curso marcó el comienzo de una investigación hasta ese momento no realizada en forma sistemática e interdisciplinaria, sobre el fenómeno de la inmigración en nuestro país que tuvo características singulares. En ese momento, tres naciones promovían la inmigración, Estados Unidos, Australia y Argentina, y el número de los que llegaron  a nuestro país fue el mayor en relación a la población original. De ese movimiento multitudinario y tan único, somos resultado miles de argentinos descendientes de quienes vinieron de tierras lejanas para hacer de nuestra patria la suya, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX.

Entre esos que llegaron había religiosos y por eso el P. González comienza su estudio con palabras muy esclarecedoras: Por su misma naturaleza, la Iglesia Católica tiene íntima relación con las migraciones humanas… En incontables ocasiones, durante sus veinte siglos de historia, la Iglesia ha sido inmigrante, tanto en su clero como en sus fieles, y no pocas veces emigrante…

En lo que a nuestro país respecta y como él señala, la Iglesia estuvo presente desde el momento mismo en que comenzó la conquista, pero lo hizo mayoritariamente con religiosos españoles o criollos, y sólo una minoría de otro origen, esto sobre todo en la Orden jesuita. En cambio, en el lapso estudiado por el curso antes mencionado, se produce un cambio que marca un capítulo singular dentro de la historia del fenómeno inmigratorio, cuando llegaron religiosos irlandeses, italianos, franceses, alemanes que, aunque unidos por la misma creencia, imprimieron un nuevo dinamismo a nuestro catolicismo tradicional de corte hispano-criollo, lo que contribuyó, como todo lo restante que trajo la inmigración, a moldear la Argentina moderna. En total, entre 1854 y 1914 llegaron 28 Órdenes y Congregaciones religiosas de varones, incluidos los jesuitas que regresaron en 1856, y 33 de mujeres. Mucho más puede decirse de la obra del P. Rubén González, pero me limito a describir su conjunto como un cuerpo ejemplar de la Historiografía argentina de los últimos cincuenta años, muchos de cuyos trabajos marcan un antes y un después en la investigación de determinados temas. Hoy, con la presentación de su último libro,  recibiremos otro aporte suyo más.

Por todo ello, ¡gracias P. González!

Publicado en AAVV, Actas Segundas Jornadas de Historia de la Orden Dominicana en la Argentina, Editorial UNSTA, Tucumán, Argentina, 2005, ISBN: 950-9652-51-2.